Por Norberto Benítez y Repo Bandini
A siete años de que iniciara la gran toma donde fue construido por vecinos y vecinas el barrio 17 de Noviembre, en los márgenes de Lomas de Zamora, realizamos un recorrido por el lugar con sus protagonistas y analizamos cómo y por qué suceden las ocupaciones de terrenos ociosos en el Conurbano Bonaerense.
Barrio 17 de Noviembre, alias “Tongui”
Caía la madrugada del 17 de noviembre de 2008 mientras cientos de familias se alistaban para realizar la toma del terreno baldío al que semanas más tarde bautizarían igual que aquel memorable día. Hoy, luego de siete años, el imaginario popular lo conoce simplemente como “el Campo Tongui”. Se trata de 116 hectáreas de campo ubicadas en el sur de la Provincia de Buenos Aires, a pocas cuadras del Puente La Noria, corazón de Lomas de Zamora.
Lejos de los relatos que intentan imponer los medios hegemónicos donde no escasean las bandas mafiosas y los punteros con pistola a la cintura sacados de alguna ficción de Pol-Ka, la ocupación en el Campo Tongui fue organizada por familias provenientes de barrios aledaños y se planteó desde el principio en espacios designados en parcelas o lotes. Allí, vecinos y vecinas abordaron inmediatamente la construcción con lo que tenían a mano, y montaron primero carpas, a las que reemplazaron luego por casillas de madera y chapa hasta alcanzar algunas edificaciones de ladrillos tiempo más tarde.
En diálogo con este portal, Roxana y Tito, dos vecinos que estuvieron en aquel inicio de la toma, cuentan que “ese día llovía. Vinimos con los chicos y empezamos a clavar palos en el barro y a unir los hilos que marcaban el lote. Fue complicado: había que estar, pasar frío, aguantar el calor, los mosquitos, la lluvia”. Roxana hace una pausa y sonríe… como si entre aquellos recuerdos hubiera encontrado el momento exacto en el cual empezó, para ella y su familia, una nueva etapa. “Primero teníamos una carpita donde dormíamos cuatro. No entraba nada. Después fuimos levantando una casa de chapa, y de apoco pudimos hacerla de material”, agrega Tito.
“Al principio se organizó todo con delegados por manzana, que medían los terrenos que se iban repartiendo por familias en reuniones y asambleas –rememora Roxana–. A los pocos días hubo un intento de desalojo, vinieron con todo. Tiraron lo poco que teníamos armado, desparramaron el fuego que teníamos para cocinar. Una vez que se fue la gendarmería, volvimos a nuestro lugar. De ahí en más resistimos y luchamos todos los días. Por el agua, por la luz, por mejorar la casa, la calle, la cuadra”, cuentan también.
La construcción del barrio 17 de Noviembre forma parte de una extensa lista de experiencias similares en espacios antes ociosos que, debido a la especulación, el negocio y las ganancias de funcionarios y empresarios del sector inmobiliario –quienes siempre ponderan sus intereses por sobre los derechos más elementales del pueblo trabajador– quedan sistemáticamente ignoradas por las leyes que son reducidas a letras muertas, siendo la movilización popular lo único capaz de revivirlas y accionarlas a favor de las y los más necesitados.
Barro, tal vez
En nuestros días, gran parte del territorio urbano difiere de manera significativa de aquella ilusión del pasado que presagiaba las ciudades del futuro como centros de confort y bienestar sobre la base de tecnología de punta y materiales sofisticados. Las ciudades de nuestro presente son construidas, en los mejores casos, con materiales que contienen agentes cancerígenos como el asbesto, cuando no es con madera, chapas, plásticos y otros materiales “reciclados”. La ciudad de la miseria no es más que la otra cara de la miseria de la ciudad como proyecto de control y organización de la sociedad.
La crisis habitacional mundial, que pocos se animan a llamar directamente “capitalismo”, envía a una parte cada vez mayor de la población no sólo hacia soluciones extremas, sino también a acciones que se sitúan siempre lejos de toda legalidad; hecho que rápidamente es reprimido por todos los Estados en nombre de la paz social. Y es que la propiedad, de la mano del nefasto negocio inmobiliario, continúa existiendo a condición de que la inmensa mayoría de la sociedad sea, precisamente, privada de toda propiedad.
Se vuelve necesario entender entonces que la existencia de miles de familias sin un techo propio bajo el cual vivir, así como la de las y los desempleados, o la pobreza económica en general no son errores del capitalismo, sino que estos factores son propiedades elementales de su funcionamiento: lo que explica la infinidad de propiedades y terrenos ociosos por un lado, al mismo tiempo que se les niega la vivienda a quienes no pueden pagarla, por el otro.
En definitiva, independientemente de dimes y diretes en torno a los manejos punteriles que producen y reproducen los medios para señalar y estigmatizar a las clases populares, la toma como la del Campo Tongui o como la reciente en Merlo Gómez emergen como respuesta directa a la negación del derecho social a una vivienda digna. A la urgencia de un espacio para habitar y llenar, ya no de simples cosas o de cuerpos cansados de entregar plusvalor, sino de gestos colectivos, recorridos, fuerzas y sentidos que logren no sólo satisfacer una necesidad básica, sino también resistir al avance del urbanismo, entendido como aquel vasto territorio que ha subsumido el Capital.
Organizar el barrio para la vida digna
Los asentamientos como el Tongui –una vez avanzados los cimientos que reducen la posibilidad del desalojo– se convierten rápidamente en refugio para las personas que arriban de los países del cono sur ante su dificultad para acceder a territorios regularizados. Así, guardan en su composición social la expresión de un puñado de vecinos y vecinas que cargan con el desarraigo y la migración, pero que también traen consigo un interesante cúmulo de experiencias organizativas y de resistencia que se vuelven imprescindibles a la hora de forjar y nutrir las relaciones sociales que se van entretejiendo en el barrio donde las familias comienzan a proyectar sus vidas.
En esta línea, Marcelino, vecino proveniente de Perú, que por las mañanas trabaja en la construcción y por las tardes atiende el almacén familiar, comenta que “muchos de los problemas que hay en barrios como este, en las tomas, como dicen, son problemas morales o psicológicos porque la gente llega desesperada, con necesidades, con hambre, sin trabajo. Tenemos que ayudarnos a superar eso para vivir bien”. Marcelino pide un momento y atiende la cola de vecinos que se va formando frente a la ventana del almacén. Cuando termina, explica: “Otro problema es que no hay predisposición de las autoridades para regular la situación. Nosotros queremos que las cosas se regularicen, queremos pagar el gas, la luz, todos los servicios… si no, ¿a quién le reclamás cuando se corta? Todo lo tenemos que resolver nosotros, si no terminamos pagando a alguien de afuera por la desesperación”.
Cuando se les consulta a los vecinos y vecinas del Campo Tongui cuáles creen que son las obras que más necesita el barrio, ninguno cae en la contradicción habitual entre deseo y necesidad. Saben que lo urgente son las obras hídricas y de infraestructura, pero también creen fundamental para el desarrollo de la vida digna construir allí espacios comunitarios y de encuentro entre hombres, mujeres, jóvenes, niñas, niños y ancianos; espacios que den respuesta mediante la acción directa al derecho negado a la cultura, a la educación y a la salud. Desde el primer día, fueron sintiendo que estas conquistas sólo se tornan posibles mediante la organización, la solidaridad y la perseverancia de la comunidad.
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